Normalidad anormal

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Las circunstancias excepcionales no deben llevarnos a aceptar que lo anormal viva más allá de lo estrictamente necesario.

Es un lugar común en las películas del terror. Los fantasmas y los monstruos se ocultan buena parte de la película en la oscuridad. El enemigo es invisible a los ojos. La música de suspenso le da presencia oculta y nos tensa. Casi en automático, estiramos la mano hacia nuestro acompañante o enterramos nuestra cabeza en su pecho antes que la siguiente escena nos haga saltar del asiento.

A veces el miedo es impulsado por enemigos visibles (como encontrarse con un león en medio de la selva o un ladrón armado en las calles de Lima). Pero los enemigos invisibles son los que más miedo dan. Recurrimos al grupo para que nos dé protección. Es un instinto originado en las cavernas en las que el sentimiento de protección colectiva nos agrupó en tribus que colectivamente nos protegían de lo desconocido que, en esos tiempos, era casi todo.

El 11 de septiembre del 2001 el mundo fue golpeado por ataques terroristas. Luego de ello un enemigo invisible y amenazante podía estar detrás de cualquier persona con las que nos cruzáramos: un compañero de asiento en un avión o bus o alguien conduciendo un automóvil cerca de un edificio público.

Estados Unidos, uno de los sistemas constitucionales y de protección de derechos civiles más sofisticados del mundo, dictó el USA Patriot Act, que en realidad es el curioso y marquetero acrónimo de “Uniting and Strengthening America by Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism Act of 2001”. Restringió esos derechos. Contempló que las autoridades podían detener indefinidamente a un inmigrante, autorizar el allanamiento de domicilio sin consentimiento, la intervención telefónica y de correos sin orden judicial y el acceso a registros financieros y comerciales de empresas. Así respondió el Estado al clamor de la ciudadanía ante el terror a un enemigo invisible. Muchas de estas restricciones (supuestamente temporales) llegaron para quedarse y viven hasta hoy (casi 20 años después), con nuevas Actas con acrónimos similares, y en medio de luchas judiciales; permanecen, incluso, bajo gobiernos como el de Obama. Trump es producto de ese temor a lo extraño e invisible. Basta escuchar sus teorías conspirativas y el respaldo que reciben. La normalidad subsecuente a los atentados quedó como una normalidad anormal.

La pandemia es un enemigo invisible. No la podemos ver, aunque sentimos sus consecuencias. Justifica muchas acciones urgentes que nos han privado de nuestros derechos. Hoy nuestra geolocalización a través de los celulares, protegida por la Constitución, está al alcance de las autoridades. Nuestras libertades civiles están limitadas. Nuestro patrimonio, propiedad y economía amenazados. Más allá de lo que hoy se justifique, el riesgo es que al Estado le guste lo que tiene, y como las restricciones de la Patriot Act, convierta lo anormal en parte de la nueva normalidad que llegará cuando todo esto acabe. No vaya a ser que el colectivismo emocional legitime lo ilegítimo en el Estado. El miedo puede ser mal consejero. Ya hay funcionarios en el gobierno diciendo que en estos tiempos, todo lo que haga el Estado es constitucional. Eso no es ni será nunca cierto. Y por más miedo que tengamos, no lo debemos tolerar.