Ingenuidad

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Poco antes de ser elegido presidente, en su primer gobierno, Alan García aseguró públicamente que no afectaría en modo alguno a los ahorristas en dólares. Su intención era generar confianza. Muchos le creyeron.

El 30 de julio de 1985, solo dos días después de asumir el mando, decretó la conversión forzada a soles de los certificados en dólares de los ahorristas en el sistema bancario. Lo hizo a un tipo de cambio “oficial”. Fue un  robo disfrazado de legalidad. Si un empresario hubiera hecho una promesa similar y luego la incumplía de esa manera, hubiera sido una estafa.

Le preguntaron en una entrevista por qué había desconocido su promesa. Muy suelto de huesos, García respondió: “Señor periodista, en política no hay que ser ingenuo”.  Debió ser más claro: “En política hay que ser un vivo”.

Conversaba hace unas semanas con un cliente. Analizaba una inversión importante en el Perú. Según la ley podía solicitar al Estado un contrato de estabilidad tributaria. No le concedía ni rebajas ni reducciones de impuestos. Solo le aseguraría que si cambiaban los impuestos, dichos cambios no lo afectarían. Era un compromiso del Estado de no cambiar las reglas de juego. Algo parecido al ofrecimiento de Alan García, pero esta vez firmado en un contrato “oficial”.

Cuando le sugerí que hiciera las gestiones para obtener el convenio movió la cabeza. Me respondió con cara de sanción a mi ingenuidad: “En este sector los convenios han sido un engaño. El Estado los firma y te ofrece el oro y el moro. Al comienzo los respeta, pero luego la Sunat comienza a buscar trucos e interpretaciones para no aplicarlo. Pagas impuestos según lo que acordaste y luego te clavan intereses y penalidades como si hubieras incumplido. Al final, terminas pagando más. El convenio es una trampa. El Estado no tiene palabra”. En otras palabras, invertir en el Perú confiando en lo que te dice el Estado es para ingenuos.

Y no son los únicos ejemplos. El Estado ha ofrecido a muchas empresas construir una infraestructura determinada: electricidad, carreteras, telecomunicaciones, electricidad, hidrocarburos. Son inversiones de varios cientos de millones e indispensables para el país. Para ello se compromete a que se podrá cobrar una tarifa determinada. La empresa cumple con su parte. Construye la infraestructura. En su cálculo está que con la tarifa recuperará lo invertido. El Estado tira el anzuelo. Cuando muerdes, te saca del agua.

Cuando la inversión está hecha te cambia las reglas, modifica la tarifa o desconoce la forma de cálculo. O, como hizo con los peajes hace unos meses, simplemente prohíbe su cobro.

Cuando reclamas te dicen que es parte de su potestad regulatoria y que tienes que respetarla. Una forma elaborada de decirte que, en política, no se puede ser ingenuo.

“El Estado es como los cines de barrio. Una vez que compras tu entrada y entras a la sala, te cambian la película”. No se dónde escuché la frase, pero es muy cierta. El Estado no tiene palabra.  Hay que ser muy ingenuo para creerle. No importa si la promesa es hecha por el candidato durante la campaña, o está firmada, con todas las formalidades legales, en un contrato por el ministro luego de haber sido aprobado por el Presidente de la República.

Somos un cine de barrio. Por eso somos un país pobre. Sigámoslo siendo.