“Salvar vidas puede también matar gente. No siempre se opta entre la vida y la muerte, sino entre quienes van a morir”.
Guido Calabresi, profesor de Yale, escribió “Tragic Choices” en 1978, sobre las tragedias que se ocultan tras nuestras decisiones.
Tuve la suerte de ser su alumno. En una clase plantea este dilema: “Imagínate que eres elegido presidente. Se te aparece una divinidad que te hace una oferta. Te regalará el bien que desees para tu pueblo: que se reduzca la mortalidad infantil, que haya más crecimiento económico, que clasifiquemos al mundial o la cura al coronavirus. Pero pone una condición. Para recibir el bien debes fusilar a cien ciudadanos elegidos por sorteo. ¿Aceptarías?”
Casi nadie acepta. Te pregunta entonces: “¿Pero no se dan cuenta de que puedes desperdiciar un regalo que salve la vida a más de los cien ciudadanos que morirán fusilados?”. Pero su pregunta no cambia mucho la resistencia de los alumnos a su oferta.
Entonces da un giro inesperado: “Imagina ahora que ya no te da a elegir el regalo. La divinidad se llama tecnología. El regalo va a ser una maquina que pesa como una tonelada, que se mueve sola a más de 100 kilómetros por hora transportando personas o mercaderías. Se llama automóvil. Y no te preocupes por el fusilamiento. La máquina matará aproximadamente a 4,300 personas al año en el Perú (mucho más de los 100 de la oferta original). Ya no necesitas sorteo. La máquina sortea sola a través de algo que se llaman accidentes. ¿Aceptarías?”.
La actitud de la clase cambia de seguridad a una atónica duda: ¿Prohibirías los automóviles? Nadie se atreve a tomar la trágica decisión. Pero, en realidad, ya la hemos tomado. Los autos circulan por nuestras calles. He hecho el mismo ejercicio en mis clases en la Católica con el mismo resultado.
Estas elecciones se dan todos los días: que el seguro social haga un trasplante de corazón al costo de no tener suficientes máquinas de hemodiálisis, construir una refinería de combustibles en Talara de más de 6 mil millones de dólares a cambio de no construir más de 200 hospitales o proteger a ciertos grupos frente a una pandemia al costo de que otras personas mueran por otras causas.
Preferimos evitar muertos visibles y con nombre, que muertos invisibles anónimos. Si las medidas de confinamiento reducen el crecimiento económico morirá gente, pues el PBI esta correlacionado con la expectativa de vida. Morirá más gente por falta de alimento, educación o salud. Y no necesariamente hoy. El efecto se verá en varias décadas al futuro. Es posible que prefiramos reducir la estadística visible de muertos por coronavirus que la invisible gente que morirá por reducción del crecimiento.
No quiero que se me malentienda. Las medidas adoptadas por la pandemia parecen adecuadas a pesar de su costo económico. Pero lo cierto es que no lo sabemos. Pero deberíamos. El daño a la economía no es simplemente que habrá menos riqueza o menos dinero. Habrá también muertes. Para hacer el balance hay que hacer visibles las consecuencias invisibles. No es una tarea fácil. Pero es necesaria.
Hay que tomar conciencia de que salvar vidas puede acabar con otras vidas. Por eso debemos entender bien sus consecuencias. No ver las consecuencias no hace que estas desaparezcan. No por nada es una elección trágica.
Máster en Derecho (LL.M.) por la Universidad de Yale, Estados Unidos. Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Doctor Honoris Causa por la Universidad Continental. Experiencia en Arbitraje Internacional y de Inversiones, Competencia, Regulación Económica, Derecho Civil y de Contratos, con enfoque en los sectores de construcción, seguros, energía, telecomunicaciones, minería, hidrocarburos, entre otros. Como abogado y experto, ha participado en 150 casos administrados bajo las reglas de CCI, CIADI, CIAC, CCL, Amcham y el Centro de Arbitraje de la PUCP. Como árbitro ha participado en más de 300 arbitrajes administrados por la CCI, CIADI, PCA, CIAC, CCL, Amcham, etc. Es el único latinoamericano que forma parte de la Corte de Arbitraje de London Court of International Arbitration. Forma parte del Consejo de administración del CEIA. Fue miembro de la Corte Internacional de Arbitraje de la CCI y Presidente de la Comisión Técnica del Ministerio de Justicia que elaboró la Ley de Arbitraje peruana. Hasta el 2000, fue miembro del Tribunal de INDECOPI. Hace más de 16 años es reconocido como Band 1 / Star Individual por Chambers & Partners, y es el único peruano reconocido en el ranking regional de International Arbitration por Chambers & Partners. Es reconocido como Global Elite Thought Leader por WWL.
“Salvar vidas puede también matar gente. No siempre se opta entre la vida y la muerte, sino entre quienes van a morir”.
Guido Calabresi, profesor de Yale, escribió “Tragic Choices” en 1978, sobre las tragedias que se ocultan tras nuestras decisiones.
Tuve la suerte de ser su alumno. En una clase plantea este dilema: “Imagínate que eres elegido presidente. Se te aparece una divinidad que te hace una oferta. Te regalará el bien que desees para tu pueblo: que se reduzca la mortalidad infantil, que haya más crecimiento económico, que clasifiquemos al mundial o la cura al coronavirus. Pero pone una condición. Para recibir el bien debes fusilar a cien ciudadanos elegidos por sorteo. ¿Aceptarías?”
Casi nadie acepta. Te pregunta entonces: “¿Pero no se dan cuenta de que puedes desperdiciar un regalo que salve la vida a más de los cien ciudadanos que morirán fusilados?”. Pero su pregunta no cambia mucho la resistencia de los alumnos a su oferta.
Entonces da un giro inesperado: “Imagina ahora que ya no te da a elegir el regalo. La divinidad se llama tecnología. El regalo va a ser una maquina que pesa como una tonelada, que se mueve sola a más de 100 kilómetros por hora transportando personas o mercaderías. Se llama automóvil. Y no te preocupes por el fusilamiento. La máquina matará aproximadamente a 4,300 personas al año en el Perú (mucho más de los 100 de la oferta original). Ya no necesitas sorteo. La máquina sortea sola a través de algo que se llaman accidentes. ¿Aceptarías?”.
La actitud de la clase cambia de seguridad a una atónica duda: ¿Prohibirías los automóviles? Nadie se atreve a tomar la trágica decisión. Pero, en realidad, ya la hemos tomado. Los autos circulan por nuestras calles. He hecho el mismo ejercicio en mis clases en la Católica con el mismo resultado.
Estas elecciones se dan todos los días: que el seguro social haga un trasplante de corazón al costo de no tener suficientes máquinas de hemodiálisis, construir una refinería de combustibles en Talara de más de 6 mil millones de dólares a cambio de no construir más de 200 hospitales o proteger a ciertos grupos frente a una pandemia al costo de que otras personas mueran por otras causas.
Preferimos evitar muertos visibles y con nombre, que muertos invisibles anónimos. Si las medidas de confinamiento reducen el crecimiento económico morirá gente, pues el PBI esta correlacionado con la expectativa de vida. Morirá más gente por falta de alimento, educación o salud. Y no necesariamente hoy. El efecto se verá en varias décadas al futuro. Es posible que prefiramos reducir la estadística visible de muertos por coronavirus que la invisible gente que morirá por reducción del crecimiento.
No quiero que se me malentienda. Las medidas adoptadas por la pandemia parecen adecuadas a pesar de su costo económico. Pero lo cierto es que no lo sabemos. Pero deberíamos. El daño a la economía no es simplemente que habrá menos riqueza o menos dinero. Habrá también muertes. Para hacer el balance hay que hacer visibles las consecuencias invisibles. No es una tarea fácil. Pero es necesaria.
Hay que tomar conciencia de que salvar vidas puede acabar con otras vidas. Por eso debemos entender bien sus consecuencias. No ver las consecuencias no hace que estas desaparezcan. No por nada es una elección trágica.